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Los fantasmas que asechan a Platón.

 

Los fantasmas que asechan a Platón.


Todo el sistema filosófico tradicional ha sido construido, pensado e impuesto desde un mito inicial, cuyo responsable fue Platón. En su libro República presenta un proyecto político, amparado en su manera de concebir la naturaleza humana, el alma, el lugar de cada quién en la sociedad, y una supuesta teleología o finalidad a la que debiese llegar la especie humana: poder acceder lo más cercana y verdaderamente posible al Plano de las ideas perfectas. Plano en el que todas las almas habitaron antes de que los corceles que las llevaban se descarriaran y cayeran en un cuerpo en el plano material. Ahora bien, si la finalidad del alma en los cuerpos es poder volver a este Plano en el que todo era verdadero, se corresponde para el autor griego el desprecio de todo aquello que pareciera alejarnos de la Idea de las cosas. Lo que nos alejaría sería la imitación, el simulacro, el falso pretendiente, y, por qué no recordarlo, todo lo que pueda alimentar la parte concupiscible, sensible y patológica (de las pasiones) de la humanidad. Las pasiones extravían al alma y la someten a la cripta del alma del cuerpo. Las imágenes falsas, los simulacros, instalan un estado de incertidumbre respecto de lo que se percibe, y se presentan como una falsedad que puede extraviarnos de lo Bueno, Bello y Verdadero. A partir de este convencimiento mitológico de Platón de que había algo perverso en el simulacro, instala un régimen prohibitivo y de censura hacia aquello que considera falso pretendiente, a la vez que de aquello que extravía los sentidos y los somete a las pasiones. Lo que se construye con el modelo de Platón es un sistema político que se afirma en este mito originario que el autor expone, y que termina convirtiéndose en un aparato de normalización y de legitimidad de ciertos modelos y formas de producción de la realidad por sobre otros, y esto es lo que tanto Nietzsche como Deleuze logran vislumbrar en el trabajo de “inversión del platonismo”, para desentramar tanto la condición mítica como contradictoria de la propuesta del autor helénico.
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Lo que se pone en juego en la apuesta de Platón es más importante que una cuestión meramente estética. Como Deleuze menciona, en el modelo helénico existían la imagen-icono y el simulacro. La primera poseía una semejanza interior (lo que la hacía más cercana con la Idea de- o con lo real), mientras que el simulacro es una falsa apariencia, una imitación, una semejanza exterior. Al existir ya una forma de categorizar y determinar cuál es el verdadero y cuál es el falso, se impone en primer lugar, un régimen respecto de lo real. Porque… para saber qué es lo verdadero o lo más cercano a, hay que conocer aquello a lo que se está refiriendo. Pero, a la vez, se plantea constantemente, dentro de todo el discurso filosófico helénico y occidental moderno, la imposibilidad de conocer realmente la cosa en si – llámese sustratum, nóumeno, etc, dependiendo del autor. Entonces, lo real, más que estar dado como tal, es en realidad una interpretación de, que se vuelve un modelo de producción de realidad, de subjetividades, y de mediación con la inmanencia. Se presenta este modelo que supone una jerarquización entre lo semejante y el simulacro, y una jerarquización en las formas de categorizar y construir la experiencia tanto estética como moral del conocimiento. Al haber una totalización platónica respecto de la realidad, y un “acorralamiento” del simulacro, lo que está evidenciándose es un intento desesperado por dar un centro a la realidad, al costo de imponer un régimen constitutivo de lo verdadero y lo falso.

“El modelo platónico es lo Mismo, en el sentido en que Platón dice que la Justicia no es otra cosa que justa, la Valentía, valiente, etc.: la determinación abstracta del fundamento como lo que posee en primer lugar. La copia platónica es lo Semejante: el pretendiente que recibe en segundo término. A la identidad pura del modelo o del original corresponde la similitud ejemplar; a la pura semejanza de la copia, la similitud llamada imitativa.” [1]

El intento constante de encontrar un anclaje en lo que está siempre fluyendo es lo que Deleuze viene a poner en cuestión al sacar a flote el carácter disruptivo del simulacro como aquello que, no sólo se insubordina ante el intento de censura, sino que intenta ser censurado justamente porque pone en tela de juicio toda la estructura que sostiene el modelo jerarquizante de lo verdadero. Esta forma de poder que intenta construir una narrativa epistemológica de producción de la realidad es, en realidad, una ficción. Un intento de constituir el orden de lo real a partir del mito, del simulacro, de la ficción, instaurando un vínculo con el poder, que Deleuze trabaja entendiéndolo como la estructura, el hueso; en este caso, el afán de dar centro y anclaje a la experiencia en el plano de inmanencia que es puro devenir loco, consiste en instaurar esta estructura sobre el ojo y sobre los modos de producción de subjetividades.

 

El simulacro, el falso pretendiente, podría llegar hasta a desbordar las categorías que se han ido imponiendo para formalizar la relación entre la imagen y la materialidad. La materialidad elemental que aparece como lo que excede toda categoría e intento de subordinación y orden, es lo que puede derrumbar toda la configuración perceptual que Platón intentó construir.

“Invertir el platonismo significa entonces: mostrar los simulacros, afirmar sus derechos entre los iconos o las copias. El problema ya no concierne a la distinción Esencia-Apariencia, o Modelo-copia. Esta distinción opera enteramente en el mundo de la representación; se trata de introducir la subversión en este mundo, «Crepúsculo de los ídolos». El simulacro no es una copia degradada; oculta una potencia positiva que niega el original, la copia, el modelo y la reproducción.” [2]


La construcción de un discurso que se presenta como legítimo, incuestionable, siempre está supeditado a la creación de algo que queda fuera, y que le da más legitimidad al modelo que busca constituirse como único. Y, en este caso, lo que es dejado fuera es a la vez puesto como peligroso. Pues, entonces, el orden de las categorías está totalmente dependiendo de lo que no es categorizable, y esto último tiene un poder destituyente de ese poder que se presume totalizante. Y, para Deleuze, no sólo tiene esa potencia-poder destituyentes, sino que el simulacro es lo que siempre ha estado, y que se encuentra resistiendo a las estructuras del poder que busca constituir la experiencia de lo posible desde un único relato mitológico.

La huida de los fantasmas, de los simulacros, es en realidad, la huida del terrible campo inmanente del devenir loco, de la falta de modelos de sentidos, de la descentralización. Pero los fantasmas siempre estuvieron al asecho, detrás de cada modelo de sentido histórico, detrás de cada régimen sancionatorio, de cada configuración totalizante y normalizadora, detrás de cada máscara social, cultural, y epocal. Y, si siempre estuvo detrás, no hay régimen que pueda jerarquizarse por encima de lo que sostiene al mundo como fantasma.


“Que lo Mismo y lo Semejante sean simulados no significa que sean apariencias o ilusiones. La simulación designa la potencia de producir un efecto. Pero no solamente en el sentido causal, puesto que la causalidad resultaría completamente hipotética e indeterminada sin la intervención de otras significaciones. Es en el sentido de «signo», salido de un proceso de señalación; y es en el sentido de «indumentaria» o más bien de máscara, expresando un proceso de ocultamiento donde, tras cada máscara, una más...“ [3]


El gesto de querer insertar un punto de inicio, una cosa en si originaria y verdadera, una máscara pura, es un gesto que es ya en sí una simulación que responde a los propios simulacros. Lo que está detrás, en esta materialidad elemental, es el estado divergente de la potencia insubordinada en la realidad como simulación. A los fundamentos, que se anclan en un simulacro, se responde con el desfundamento. El desfundamento, el sin sentido, es el fantasma que asecha, la simulación que, intempestivamente, se desparrama en el fluir de las condiciones sin límites. El terror helénico intentó contenerlo, pero la disrupción del telón de fondo del simulacro tiene más potencia en su resistencia que las simulaciones que buscaron configurar el ojo y la experiencia.



[1] Deleuze, G. (s.d) Lógica del sentido. Edición electrónica de www.philosophia.cl / Escuela de Filosofía Universidad ARCIS. (p. 184)

[2] Deleuze, G. (s.d) Lógica del sentido. Edición electrónica de www.philosophia.cl / Escuela de Filosofía Universidad ARCIS. (p. 186)

[3] Deleuze, G. (s.d) Lógica del sentido. Edición electrónica de www.philosophia.cl / Escuela de Filosofía Universidad ARCIS. (p. 187)

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